En 1929, después de haber publicado “La paga de los soldados”, “Mosquitos” y “Sartoris”, el admirado escritor estadounidense William Faulkner lanzó “El ruido y la furia”, su cuarta novela.
El ruido y la furia.

En un primer momento, al ser traducido al español, el título de esta propuesta fue “El sonido y la furia” pero, como esa frase no respetaba el sentido original del nombre en inglés (en el cual se hacía alusión a un verso del “Macbeth” de William Shakespeare), con el tiempo se decidió reemplazar “sonido” por “ruido”.
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Este material que, por su trascendencia y calidad, está considerado como una obra maestra de la literatura norteamericana seduce al lector con monólogos interiores de cada uno de los personajes. Aunque este recurso permite descubrir las discapacidades mentales de Benjy (para quien el mundo gira en torno a percepciones y parece no haber desarrollos graduales), los celos de Quentin, el sadismo del malvado Jason y hasta la existencia de Dilsey, una fiel sirvienta negra, en realidad el eje de la trama es la degeneración progresiva de una familia.
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El clan que Faulkner quiso desnudar por medio de las letras es el Compson, un grupo del sur de Estados Unidos repleto de secretos donde hay espacio para el amor pero también para el odio, una combinación explosiva que, así como ayuda a sostener los lazos, también los destruye.
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Por presentar episodios cronológicos de manera no lineal y ofrecer detalles de varios personajes, es probable que, para una gran cantidad de lectores, la lectura de “El ruido y la furia” resulte algo compleja. De todas formas, son pocos los amantes de la literatura que pueden llegar a decepcionarse o a arrepentirse por haber reservado tiempo para el disfrute de esta brillante historia que, por más antigua que sea, aún es capaz de cautivar a cientos de personas.